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«Podemos convertir la pandemia en una oportunidad. La oportunidad de aprender, de ser mejores, de ser más fuertes, de estar más unidos.» Columna escrita por Miguel Ángel Santos Guerra

La emoción del reencuentro

Estamos saliendo de un largo y oscuro túnel, con un pellizco de inquietud porque hemos visto ya varias veces nuevas olas de contagio, nuevas variantes del virus, nuevas secuelas de la enfermedad. Estamos cansados de llevar puesta la mascarilla, de tantas restricciones y de tantas renuncias. Queremos encontrarnos al salir del túnel con un sol radiante y un clima benigno. Con cierta cautela vamos recuperando eso que se ha dado en llamar la normalidad.

Hasta marzo del año 2020 venía haciendo cada año más de cien vuelos de avión, entre los nacionales y los de carácter internacional. En su inmensa mayoría, por motivos de trabajo. De manera brusca tuve que interrumpir todos los viajes y comencé a impartir las conferencias, cursos y seminarios a través de diversas plataformas: Zoom, Cisco Weber, Google Meet, Teams, Whereby… Esos eran mis nuevos caminos para llegar a los destinatarios. Bajaba las escaleras de la casa hasta mi estudio diciendo a mi mujer y a mi hija:

– Voy a México, voy a Argentina, voy a Chile, voy a Barcelona, voy a Valencia…

Dos o tres horas después, subía las escaleras con la misión cumplida:

– Ya estoy de regreso…

Lo que antes exigía una semana o diez días, ahora ocupaba solamente unas horas. Lo que antes imponía madrugones, compra de billetes, reserva de hoteles y largos viajes, ahora se reducía a bajar unos peldaños y tomar asiento delante del ordenador. Así, desde primeros de marzo de 2020. Aun recuerdo la cancelación de los vuelos que tenía reservados para viajar a Bilbao el día 12, precisamente el día en el que se decretó el confinamiento.

El día 24 de septiembre pasado, por primera vez después de año y medio, he realizado un viaje de avión a Portugal. Ha sido emocionante para mí acudir presencialmente a la cita profesional propuesta por mi querido amigo José Matías Alves, profesor de la Universidad Católica de Oporto.

Volví a poner los pies en las huellas que todavía no había borrado del todo el tiempo. Fue impactante para mí el recorrido desde mi casa en coche al aeropuerto (como suele decirse, el tramo más peligroso del viaje en avión), el saludar a los trabajadores del parking en el que solía dejar el coche, la rutina de la facturación, del control de equipajes, del paso por la sala VIP y de la subida al avión.

Sin embargo, la presencia de la covid seguía en cada momento poniendo una sombra de incertidumbre y de temor: uso de la mascarilla en las dependencias del aeropuerto y durante el viaje en avión, entrega de certificado de vacunación y de formularios sanitarios de entrada y salida, mantenimiento de la distancia física (¿por qué se dice social?) con otros pasajeros…

Desde el aeropuerto en el que me esperaba mi amigo y, después de un sentido abrazo (¡ay, la emoción del reecuentro!), nos desplazamos con prisa al Externato Ribadouro, ya que el vuelo había llegado con una hora de retraso (¡qué impunidad en el robo del tiempo tienen las compañías aéreas!).

Me admira la voluntad de perfeccionamiento de los docentes portugueses. El viernes por la tarde, olvidado el cansancio de la semana, llenaron el auditorio del Externato hasta el máximo de la capacidad permitida por las autoridades. Por la noche, catorce profesionales de la educación celebramos una tertulia pedagógica mientras cenábamos en el comedor de la Facultad de Educación, compartiendo ideas, sentimientos, inquietudes y propuestas sobre la escuela postpandemia. Y, el sábado por la mañana (a las nueve en punto), vi también lleno el auditorio de la Facultad de Educación con profesores y profesoras de la Universidad. ¡Un sábado a las nueve de la mañana! Admirable actitud de trabajo y compromiso.

En ambos sitios aplaudieron de pie la conferencia. Hecho este significativo que hay que agradecer, sobre todo en la Universidad. Aquí somos más parcos, menos efusivos, en las muestras de reconocimiento. Pude comprobar, después de año y medio de experiencias audiovisuales, que no es lo mismo la presencia física. Hay otro tipo de comunicación. Otro modo de encuentro, otra vibración interpersonal. Los saludos antes y después de la conferencia, la retroalimentación de las miradas, la visión simultánea del grupo, el eco de las risas, la fuerza del aplauso, el calor de la presencia, la firma de un libro, la solicitud de una opinión a la salida, el recordatorio de un encuentro anterior… La emoción del reencuentro.

En las librerías del aeropuerto siempre encuentras interesantes novedades. En Barajas compré “Los vencejos”, de Fernando Aramburu, autor de la inolvidable “Patria” y sabedor de que el protagonista es un profesor de instituto. Y también un libro que ocupó los tres trayectos aéreos siguientes: “Post Corona. De la crisis a la oportunidad”, cuyo autor es Scott Galloway, profesor de marketing en la Stern School of Business de la Universidad de Nueva York y multiempresario de éxito. En 2019 creó Section4, una plataforma de educción en línea para profesionales en activo en la que enseña estrategia empresarial.

Decía Wody Allen: ”Me interesa el futuro porque es el sitio donde voy a pasar el resto de mi vida”. Y la mejor manera de predecir el futuro es crearlo. Por eso es importante reflexionar sobre lo que está sucediendo y sobre lo que está por venir.

Sostiene Galloway “que si hay algo en lo que todos coincidimos hoy, es en que la crisis de la pandemia desatada por la covid-19 ha acelerado brutalmente las tendencias y dinámicas que ya empezaban a despuntar en ámbitos tan dispares como los negocios, la tecnología y la educación”.

Podemos convertir la pandemia en una oportunidad. La oportunidad de aprender, de ser mejores, de ser más fuertes, de estar más unidos. En el último capitulo del libro se hace el autor esta pregunta: “Si hace ochenta años británicos, rusos y estadounidenses fueron capaces de cooperar para vencer un enemigo común, ¿qué nos impide cooperar para vencer a un enemigo que amenaza a los siete mil setecientos millones de personas que habitamos el planeta?”.

El viaje ha sido una buena cura de humildad. Todo ha seguido funcionando sin ti, todo está en los mismos sitios sin que tú hayas tenido que mover un dedo para mantenerlo. La vida sigue su curso. Los aviones vuelan, las tiendas abren, los coches circulan.

Ahora valoramos lo que siempre tuvimos, lo que nos parecía tan normal como respirar. Estamos volviendo a la normalidad que ha estado rota por un virus insignificante. Hemos comprobado qué somos más frágiles de lo que pensábamos.

Valoramos también el encuentro con los amigos. Recuperamos el abrazo físico, que es algo muy diferente al cierre consabido del mensaje cuando nos despedimos escribiendo: un abrazo o un sentido abrazo. Claro, pero no vivido. La distancia no tiene por qué generar olvido, sino añoranza.

Una vez llegado a casa y, después de expresar la alegría del reencuentro y de agradecer todas las atenciones del amigo, recibo este mensaje suyo: “Querido amigo: Foi muito rever-te. Foi excelente e muito reconhecida a tua intervenção. Muito obrigado”.

La amistad es una como una planta que debe ser cuidada y regada. Me gusta aquella sabia metáfora sobre la amistad: Recorre frecuentemente el camino que lleva al huerto del amigo; de lo contrario, crecerá la hierba y no podrás encontrarlo fácilmente. Desgraciadamente la covid nos ha mantenido encerrados, impidiéndonos recorrer esos placenteros caminos de ida y vuelta. Algo había crecido la hierba. Es preciso dejar expedito el camino con alguna tarea emotiva complementaria.

Estamos desentumeciéndonos, saliendo de un letargo impuesto por las restricciones y los encierros. Estamos esponjando el corazón en el reencuentro. Ha sido muy duro todo este tiempo en el que hemos visto a los demás como una amenaza, en el que teníamos que separarnos más de un metro para estar seguros. Es curioso comprobar las vacilaciones que se producían (y que todavía e producen) cuando llega el momento de saludarse: aunque lo que sale del alma es rendirse a la fuerza del abrazo, no sabemos si ofrecer el puño cerrado, el codo enhiesto, la palma de la mano chocando las cinco, la mano sobre el pecho, encima del corazón y siempre con una sonrisa nerviosa. Creo que ha llegado el momento de los abrazos. Esos abrazos que no deberían durar nunca menos de seis segundos, como dice una amiga y compañera de Facultad. Ha llegado el momento de vivir plenamente la emoción del reencuentro.

Columna escrita por Miguel Ángel Santos Guerra
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